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Manuel Alba , - Marbella (Málaga)
Suprimidos de mi agenda


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Empieza a resultarme frecuente el tachar de las agendas a quienes se van muriendo. 

Eso de irse muriendo empieza a ser frecuente a mi alrededor.  Muchos son los que, habiendo traspasado la puerta de la existencia, han sido respetuosamente suprimidos de mis agendas. Algunos de ellos, de esos que me han precedido, nunca se tomaron en serio plantearse que ese momento llega, como llegan las estaciones cada año, de modo inexorable, y hubo quien hasta se  tomaba a broma mis pensamientos y reflexiones en torno al fin de la vida, ideas que, por otra parte, me  acompañan  desde mi primera juventud.
 
Siempre me sentí lo suficientemente seguro de mí mismo como para no temer a la muerte aunque he de reconocer que a edades muy tempranas es muy poco común concebir que la existencia  física y corporal se pueda extinguir y, a lo sumo, se contempla como algo muy lejano de lo que habrá tiempo de ocuparse a lo largo de la vida. En mí no sucedió esto sino que sentí  siempre una fascinación curiosa por la muerte, al igual que por todo lo que me iba rodeando, y  que me permitió tenerla  como amiga y compañera, y se pierde en mi memoria el instante en el que asumí que yo mismo era vida y muerte, con todo lo que ello significaba. 
 
En el mundo actual la idea de la muerte cobra un significado muy acorde con la existencia materialista que llevamos. Me atrevo a decir que, además de producir terror en la mayoría de los humanos, se piensa que es un inconveniente absurdo, un fastidio.  Si, es fastidiosa para quienes conciben que el abandono de la vida entendida en el plano físico y fisiológico supone el convertirse en un cadáver que tiende de inmediato a la putrefacción más absolutamente repugnante y que hay que quitar de en medio cuanto antes, y también, y sobre todo,  el dejar de disfrutar y poseer aquellos preciados bienes, aquella situación social tan difícilmente alcanzada, aquello que era propio. ¡Indudablemente, en este sentido y desde ese aspecto la muerte un auténtico fastidio!.
 
Pensar que se está en el mundo de los mortales, en este plano de existencia, durante una secuencia temporal, un periodo que se nos antoja muy corto no es agradable para quienes se apegan a lo que el entorno y sus sentidos les ofrecen, para los que no piensan que somos, al fin y al cabo, unos inquilinos de nuestro espacio y de nuestro tiempo vital, y que cuando vence el contrato somos desahuciados, puestos de patitas en la calle sin ningún tipo de recurso que plantear a una instancia superior. Y para aferrarnos más a la existencia hemos hecho todo un universo conceptual a nuestra medida en el que nos constituimos el eje, el centro indiscutible. 
 
Hemos inventado el concepto de espacio y de tiempo por la necesidad de situarnos y de referenciarnos, establecer pautas interrelaciónales y controlar nuestra existencia, al tiempo que los demás seres no se mueven en esos parámetros, pues ni los animales ni los vegetales, ni ningún otro ser, sienten esa necesidad, no miden el espacio, no   controlan el tiempo, no tienen horas, ni días, no recorren kilómetros o millas, sino que se rigen por pautas dadas por la naturaleza. ¿Acaso los animales son conscientes de cuánto mide el espacio de su habitad o de cuánto tiempo pasa desde que sale el sol hasta que se oculta?, ¿Acaso las plantas conciben su propio ciclo existencial?
 
Todo, absolutamente todo lo que nos rodea, ha sido sistematizado, calificado y catalogado a la medida del hombre,  y todo ha sido evaluado de un modo dual: luz y oscuridad, frío y calor, bueno y malo, etc. Sin duda alguna el mundo que conocemos, que tiene una esencia objetiva, que es, sencillamente es y existe, sin necesidad de plantearse a si mismo en su conjunto, en si mismo, si es o si no es, si existe o no, es decir, cuyo ser, esencia y existencia fluye ajeno a la necesidad de todo control y mesura, ha sido adaptado al hombre por el mismo, no solo en el aspecto físico y material, por la acción de su voluntad y esfuerzo, sino también en el plano conceptual, y por eso las cosas y los fenómenos tienen nombres, por eso existen las ideas del espacio, del tiempo,  de luz y oscuridad. Todo, absolutamente todo, está concebido desde nosotros y para nosotros porque hemos construido todo  un complejo mecanismo que nos permite dimensionar, calcular, situar y tratar de controlar la existencia propia y del entorno.
 
Y en ese juego, en esa fantasía, la muerte, la caducidad de la forma física, corporal, es otro concepto humano que no parece que sea vinculante a otros seres vivos. La muerte es un problema que se vuelve tragedia en la mayoría de nosotros cuando no la experimentamos más que una vez, y no es por lo tanto nuestra muerte lo aterrador sino la de los demás, el miedo nos surge a través de las muertes ajenas puesto que son esas y no la nuestra la que nos producen consecuencias: Cuando alguien se muere dejamos de verle, de oírle, de tocarle, de tenerlo en el entorno espacial y de compartir con él la dimensión temporal, tenemos miedo a ese no ser, a no ser como se era anteriormente. Esa ausencia sensorial aterra en la medida de que tomamos conciencia de que llegará la ocasión en la que los que no seremos oídos, sentidos, vistos, los que no estará en el lugar y en el tiempo de los otros vamos a ser nosotros, que tampoco ocuparemos nuestras casas, ni utilizaremos nuestros preciados bienes. ¡Desapareceremos! Morir es desaparecer  del plano físico y sensorial, pero como no nos llega a satisfacer que sea así, como no alcanzamos a entender que pueda haber otra cosa que no sea lo que percibimos o, incluso lo que intuimos desde nuestra perspectiva, también hemos generado tesis e hipótesis de todo tipo sobre una eventual existencia razonadamente posible más allá de la vida.
 
Personalmente no lo dudo, pues concibo el Universo, lo que llamamos Universo, como una macroentidad  sin espacio ni tiempo y no me cabe duda de que todo lo existente, mejor dicho, lo que hemos denominado existente, es, al cabo manifestación de energía. Sin embargo, hay que  constatar que  todas las conceptuaciones de la vida post mortem  de ese más allá, (dando por supuesto que existe el aquí y el allá), han sido argumentadas y conformadas también desde el hombre, a su medida y desde su propia perspectiva. El ser humano no concibe para sí mismo por regla general otra posibilidad de existencia que no se le adecue desde todas las perspectivas, y así, si lo concerniente a la existencia, a la condición de ser vivo se articula desde nuestros parámetros y necesidades, también bajo la misma regla formulamos el plano o estado post mortem y  lo tendemos a adaptar a nuestra naturaleza, y nos preguntamos si hay vida después de la vida, concebimos la existencia o no de un más allá, incluso. Atribuimos también valores morales y éticos duales, principios propios de nuestras reglas de juego a ese hipotético estado post mortem usando términos como (eternidad), (gozo eterno), (vida eterna), etc… para concebir lo que nos negamos a aceptar que está sencillamente fuera de control, de nuestro control, de lo que hemos entendido y asumido como control. Llegamos, incluso y en orden a la creencia  en la existencia de  un ser superior, generador o creador, a concebirle siempre con cualidades y atributos que nos son propios, sublimándolos, elevándolos a lo absoluto y supremo pero siempre excluyendo la posibilidad de concebirlo como una entidad que sea ajena a cualquier concepto o magnitud antropomórfica. Así se le atribuye a ese ser supremo a cualidad de ser eterno, se le otorga en contraposición dual a nuestra caducidad como humanos,  se le califica como infinito porque nos hemos inventado conceptualmente lo dimensionable, se le atribuye la plenitud en unos valores morales que no son sino nuestros, de nuestras mentes, se le hace antropomórfico, con manos, pies, ojos, se le hace expresarse utilizando  un lenguaje  al modo del nuestro,…. En todas las escrituras sagradas la divinidad es la idealización del propio hombre convertido en un superhombre que actúa y se rige como querría hacerlo el propio hombre, que posee las cualidades que él no tiene, que domina lo que no puede dominar. ¡Esa idea de que el hombre ha sido hecho a imagen y semejanza de la divinidad es absolutamente contraria a la realidad! Desde tiempos inmemoriales, el inexplicable, el inconcebible e inimaginable punto de partida, origen y principio lo hemos adaptado  y sometido a nuestra naturaleza, a nuestro pensamiento y a nuestros sentidos y lo hemos convertido en la expresión suprema del ideal de ser humano.  Solo así adquirimos confianza, y solo desde esa perspectiva aceptamos que haya vida post mortem, una vida que sea algo parecido a la existencia humana, el más allá del ser humano es también antropomórfico y solo es concebible que sea una superación, un perfeccionamiento de lo que conocemos. Incluso quienes no creen en esa posibilidad lo hacen desde esa perspectiva, no conciben más existencia que la que conocen y experimentan.
 
Llevo toda mi vida fascinado por esa transformación que se ha de producir tras lo que en algunas religiones orientales se denomina el abandono del cuerpo físico. La muerte me fascina por lo que supone de transformación y mi curiosidad innata me lleva a intuir la posibilidad de que de un estado se pase a otro en el que no se sepa que pasa porque nada pasa, ni se oiga, ni se toque, ni se hable, ni sirva nada de lo que tan imprescindible nos resulta. No concibo que haya limitaciones sino que creo que es precisamente en el momento de la muerte cuando se adquiere el estado consustancial al que tendemos. Cuando me muera no me volveré a la nada, porque la nada no es sino una idea de nuestro pensamiento, no valdrán mis conceptos, porque son creaciones mías y de los que me rodean y de los que me precedieron. Igual no existiré porque eso de existir no es absolutamente nada que tenga más valor que el referencial que le damos.
 
Cuando se muere alguien, además de tacharle de la agenda me planteo que ha comenzado su… no sé qué. ¿No es fascinante? ¿No entran deseos de llegar a eso que llamamos morir aunque sea por la mera curiosidad de ver que pasa?
 




Manuel Alba
, - Marbella (Málaga)

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