Hay personajes que de vez en cuando alguien saca del cajón del ayer y, desempolvándolos, los ventila y los exhibe como estandartes hasta que, una vez utilizados, se les vuelve a dejar arrinconados; hay otros que ni tan siquiera son sacados del olvido a pesar de haber merecido no haber caído nunca en él. Algunos de ellos están, sin embargo, muy presentes en el pensamiento de algunas personas, gente un tanto rara, como quien estas líneas suscribe, que no solo los conoce sino que estudia sus obras y sus enseñanzas con no poca veneración, y tratan de seguir sus sendas, observar sus ejemplares vidas e imitarlos aun sabiendo que lo harán torpemente por considerarlos inalcanzables. Y de uno de ellos voy a tratar, en plena conciencia de que para ello preciso seré mencionar cuestiones y temas que suelen ser rara vez tratados en un artículo de esta índole, de un ser humano extraordinario, español, extremeño para ser más concreto, un erudito cuya vasta obra escrita está aún muy lejos de ser lo suficientemente valorada en toda su extensión, y para hablar de él voy a empezar por el final, por su final, por los acontecimientos que le llevaron a la muerte.

Corría el mes de octubre de 1931, y nuestro personaje, masón del más alto grado, asistía a una cena, concretamente era el día 28 de dicho mes, en el Café San Isidro de Madrid, que se encontraba en la calle Toledo, que se daba en honor a unos masones autores de un libro contra los Jesuitas, y se la llamó “La Gran Comida Anticlerical”. Nuestro personaje fue a ella con la sana intención de defender justamente unos valores marcadamente diferentes a ese sectarismo, una idea de masonería desmarcada del partidismo beligerante y de los fanatismos religiosos, entre los cuales para él también había que incluir los antirreligiosos.

No era, como he señalado, un masón novato, sino que era conocido más allá incluso de las fronteras españolas, y era miembro de logias de algunos países de la América Hispana. Y en España su prestigio era tal que él creyó, erróneamente, que con su presencia en aquella comida podría frenar el radicalismo político y la deriva por la que se conducía la orden masónica en aquellos primeros tiempos de la II República. Pronunció unas palabras que fueron letales para él: “La Masonería de hoy es un cadáver, por haber perdido su espíritu iniciático y espiritual”. No solo cayeron en saco roto sino que esta frase provocó la crítica, el abucheo, la inquina contra él, y ridiculizado, hundido, desolado, avergonzado, regresó a su casa sintiéndose enfermo, tanto que no volvería a salir de ella, muriendo el día 8 de noviembre. Murió a causa de la desolación y la vergüenza que le había producido lo acontecido en aquella triste y desdichada cena.

¿Quién era este personaje? Se llamaba Mario, Mario Roso de Luna, uno de los más fascinantes hombres de su época, doctor en Derecho, en Física y Química, astrónomo descubridor de un cometa que lleva su nombre, erudito entre los eruditos. Su inquietud y su búsqueda permanente dentro y fuera del espíritu humano le llevó a contactar y a ingresar en la Sociedad Teosófica que años atrás había fundado Helena Petrovna Blavatsky, de la que se haría seguidor, se consideraría su discípulo, aunque ella había muerto años antes y se consagraría a expandir sus ideas, fundando la Sociedad Teosófica Española. Su búsqueda de la esencia espiritual del hombre, de su parte o porción de divinidad, le llevó a profundos análisis de las religiones tratando de escudriñar en sus distintos simbolismos lo que a todas unía y les era común, y de esas investigaciones surgiría una magnífica obra titulada “El Simbolismo de las Religiones”. Su profundización en la teosofía y su afán de darla a conocer le llevó a traducir al español toda la obra de Helena P. Blavatsky y a escribir él mismo obras de gran envergadura y cargadas de simbolismo, como por ejemplo su novela iniciática titulada “De Sevilla a Yucatán” y otros libros agrupados en lo que se llamó “la Biblioteca de las Maravillas”.

Sus libros resultan hoy desconocidos, sus obras están en gran parte descatalogadas y resultan difíciles de conseguir, y, sin embargo, tienen una fuerza y una vigencia indiscutible en un mundo vacío de valores, habiendo sido un prolífico autor que publicó más de veinticinco obras mayores y un innumerable número de pequeños ensayos y artículos en los que se tratan los temas más diversos, siempre desde una perspectiva moral y espiritual propia de la teosofía. Así acomete el análisis de los mitos y leyendas españolas en “El Árbol de las Hespérides”, y da una visión de Asturias que pasando por sus paisajes, su historia, la arqueología, también profundiza en sus mitos, en la cábala y su importancia en la Asturias medieval en su libro “El Tesoro de los lagos de Somiedo”. Su admiración por su maestra le lleva a escribir una extensísima biografía bajo el título “Una Mártir del Siglo XIX, Helena P. Blavatsky” en el que a través de sus más de 500 páginas ofrece una visión completa de la vida y la obra, las vicisitudes y las dificultades de la fundadora de la ciencia teosófica contemporánea, y en obras como “La Esfinge”, “En el Umbral del Misterio”, y muy especialmente en “El Libro que mata a la Muerte”, nos podemos encontrar con profundísimos análisis sobre la existencia de otras dimensiones, del más allá, de la vida después del abandono de la existencia corporal, de la realidad del alma y de la existencia de un ser espiritual inmortal y permanente consustancial a cada ser humano. Con una profundidad magistral, estos temas los trata Roso de Luna desde la raíz misma de la existencia humana, y los contempla a través de prismas distintos: la matemática, la geometría analítica, la filosofía, la teología hasta las ciencias biológicas, para concluir siempre en la evidencia de una vida más allá de la vida, de una inmortalidad del ser humano que resulta de poseer en sí mismo una proporción de divinidad.

Pero también el teósofo, filósofo, astrónomo, masón y erudito Mario Roso de Luna descubrirá la profundidad iniciática y el compromiso ocultista de Richard Wagner, pues la música es para nuestro personaje tan clave como lo fuera para el gran Pitágoras en su concepción musical de la armonía matemática del Universo. Así el lector puede descubrir los valores reales que en el plano espiritual se desenvuelven en la obra wagneriana a través de la lectura de “Wagner, mitólogo y ocultista”, que nos acerca a una dimensión del genial músico muy distinta a la que desviadamente y de forma tergiversada se nos ofrece comúnmente.

En definitiva, Roso de Luna es un personaje por descubrir para las generaciones contemporáneas, especialmente para los que se sienten heterodoxos, y confieso que fue precisamente mi propia heterodoxia la que me llevó a su encuentro y a un intento de identificación con él, tal vez derivado de compartir con el personaje algunas facetas, pues algo tenemos en común, aparte de ser hijos únicos; estando, desde luego, muy lejos quien estas líneas escribe de su erudición, de su sabiduría y de su categoría intelectual y de su talla moral.

A pesar de que a Roso de Luna le llegaron a considerar algunos intelectuales de su época como un nuevo Platón, por lo que un discípulo y admirador suyo, el doctor Eduardo Alfonso, señalaba como su “mentalidad platónico pitagórica”, no se le ha valorado, no se le ha hecho justicia hasta tal punto que, muy por el contrario, un paisano suyo que se autoproclama conocedor de la obra rosoniana, a quien ni voy a nombrar por no considerarle digno de ello, se ha permitido calificarlo como un fracasado. ¿Puede un genio que dio en vida ejemplo de abnegación, de entrega a los demás, de humildad, de sacrificio, un ejemplar padre de familia, y modelo de ciudadano ser un fracasado? ¡Orgulloso estaría yo de poderme considerar entonces un perfecto fracasado! Olvidado, eso sí, por sus contemporáneos y las generaciones posteriores, yace Mario Roso de Luna, en su tumba del Cementerio Civil junto a su fiel amiga, compañera y esposa, Trinidad, que fue a su encuentro poco tiempo después de su muerte. Nadie le dedica homenajes, ni conmemoraciones, y hasta sus hermanos masones han perdido su recuerdo, tal vez porque sea cierto lo que dijo en aquella maldita cena: “La Masonería de hoy es un cadáver, por haber perdido su espíritu iniciático y espiritual”.

(Dedicado a mi entrañable amigo Juan José Barrios)